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La torre y el jardín: Alberto Chimal

La torre y el jardín de Alberto Chimal

Una cita: —Una vez estaba yo en Uttar Pradesh, en la India, ¿la conoce?
—¿Me ve cara de que viajo a la India?

El asco de un cliente puede ser el gozo de otro.

Si Dios existe, es un imbécil.

La torre y el jardín es, en sus principios, inquietante y animal y luego la incomodidad es creciente, el horror más horrible por compartido con todo el aparato, pompa y empleados del Brincadero, burdel brutal o más que burdel catálogo atípico de desmanes.

Van desfilando por las páginas hombres trajeados de ojos turbios, muchachas casi desnudas que caminan hacia donde ya las esperan, violadores de tigres, aves que bullen, perros amarillos. Los tenedores de la pena. Los maestros del dolor. Los suicidas rituales. Sangre ajena y plumas amarillas. Clientes consumidos por el aburrimiento de su vida tras el calor y la grasa de la carne animal. La altivez de vencer a los colmillos, las pezuñas.

 

La tristeza infinita de los trituradores de mariposas, de los abusadores de ornitorrincos. Los clientes que con deliberación pero con vergüenza, sonrojados, sostienen la nobleza de sus placeres, de sus empleos sencillos o abusos míticos de los seres sometidos mientras se quitan la ropa ante su codorniz o su dragón de Komodo o su perro elemental. Luego la novela se desparrama: aparecen los diálogos entre Molinar y Kustos, la Torre habla, se puebla todo de flashbacks y plantas nuevas del edificio y personajes e historias inquietantes solapadas. En El venadito, capítulo en el que la verdadera protagonista del libro, Isabel, le escribe una carta a su padre, se recoge La torre y el jardín, igual que Isabel, a reflexionar en silencio.

Quizá por eso sea el capítulo en el que el terror se hace más grande, porque está narrado en un clima tranquilo, sin ruido circundante, sin voces, sin historias, sin clientes que entren ansiosos y salgan bañados en sangre. Sólo hacen falta un papel, un lápiz, una mujer que le escribe a su padre sobre su terror (que es el mismo terror nuestro) en el silencio de la noche para que al libro le nazca una flor lírica que exuda cosas horribles. ¿Y por qué son horribles las cosas horribles de La torre y el jardín? Porque nos da miedo saber que la capacidad para ser crueles la llevamos todos por dentro, como un forro de seda.

Lo más importante del libro para mí, que siempre ando buscando redenciones, es que el doctor Molinar (no en vano el encargado de fabricar robots con apariencia de animales, robotitos móviles recubiertos de los restos de animales abusados para que se sirvan de ellos sin resistencia los clientes, lo que ya dice de él que acepta la crueldad ajena pero procura atenuarla), sea el único que se escandaliza porque su jefe Constantino Arocena, el dueño de La Torre, ande pervirtiendo niños. No contaré más. Como dicen en la novela, qué afán el de ustedes de saberlo todo de inmediato.

La torre y el jardín es un tour de force tremendo, no ha sido fácil de leer, aunque lo haya leído en un solo día; no sólo porque hable de violencias sino porque tiene muchas crisis y tramas diametrales dentro de su círculo y yo suelo leer libros más recogiditos.

Como Alberto Chimal, el autor de sus vorágines, está vivo y bien vivo, ahora me toca sentarme en el sillón más incómodo, que es decirle al autor si me ha gustado su libro. Y diré esto: veo varios libros en La torre y el jardín que preferiría leer por separado; uno es una La torre y el jardín en la que se hablara exclusivamente de la torre, sin edificios extraños más grandes por dentro que por fuera, con su dueño y su administrador y los hijos de ambos y el doctor enfangado en el vicio ajeno que no soporta la inmoralidad y sus cuartos temáticos con nombres de versos (uno de Marina Tsvatáieva para el estanque de los patos, uno de Nicolás Guillén para el cuarto de las cucarachas); otro, las aventuras de Horacio Kustos, que salta de Panamá a Bielorrusia y nunca está mucho tiempo en el mismo sitio, para que todos lo olviden y pueda volver, mucho después, como desconocido o como si fueran descendiente remoto de sí mismo y que ya se ha andado escribiendo; otro, con sólo el arquitecto y ese joven carnicero asaeteador de ratas que se transforma en su ayudante y termina siendo el albacea de su obra; otro, una La torre y el jardín sí de género fantástico sobre ese jardín mágico y primordial que crece a la sombra de un edificio misterioso con voz frente al jardín pervertido y artificial creado por mano de los hombres en otra planta del mismo edificio, el enfrentamiento de sus seres, etcétera.

Por fuera del libro:

La torre y el jardín es la segunda novela de Alberto Chimal, que además de prolífico autor de cuentos es uno de esos aguerridos que hacen experimentos literarios en Internet con gran arrastre de público. A mí me gustan sus tuits del Viajero del Tiempo.

Cachitos de La torre y el jardín:

Las gallinas son como madres forzadas a la indignidad y la desdicha: al menos, así las juzgan los clientes, que gustan imaginarlas confiadas, pacientes, empeñosas en su infame labor. “Cuando las dejan solas”, dice Manuel, un empleado de limpieza, “se quedan soñando. Yo así siento que se quedan. Cuando las dejan solas y ya no les duele tanto, ¿sí?, yo siento que sueñan con sus hijos. Yo las veo contentas y digo pues sí, han de sentir que los han salvado, ¿sí?, o sea, de tener que pasar por la humillación, porque yo siempre les digo así, yo les digo siempre: Juanita, Genoveva, Sinforosa, todas tienen nombre, aquella es Espirulina, pero les digo: piensa que haces esto por tus hijos.”

 

Grimaldi, además de revisar la descarga de las jaulas y atender los negocios e intercambios más rutinarios, escucha los reportes de sobornos, fronteras traspasadas por la parte más agreste, de vez en cuando balazos disparados al aire o hasta al pecho de un entrometido, ataques veloces, fieros, a un valle o una bahía o una montaña, por encima de cercas y vigilantes de los que se debe huir a toda velocidad, entre gritos, con las presas anestesiadas pero quién sabe si no con una sobredosis, o una herida infligida durante la captura.
Entonces Grimaldi recuerda sus propias excursiones e incursiones, sus propias escapatorias y sus propias trampas, y se repantiga en su sillón de cuero y pide que lo dejen a solas, que no lo molesten. El último de sus ayudantes cierra la puerta al salir.