
Qué debería ser la vida? Un frenesí. Pues así es todo en este librito. ¿Por qué tendríais que leer El hombre que pudo reinar? Además de porque yo lo digo y porque el lenguaje de Kipling está fabricado con oro batido y turquesas sin pulir como la corona de Sikander y porque es una de las aventuras más atrevidas que se hayan imaginado para personaje de novela alguno, ¿qué parte de la historia de dos británicos disfrazados de sacerdotes mahometanos harapientos y locos primero y de salvajes tapados con pieles de oveja después que se cruzan las montañas nevadas afganas para llegar a un territorio en el que no ha entrado occidental alguno en 2000 años para ser reyes con unos cuantos fusiles Martini y el símbolo masón no os convence?
Locos que llegan a ser reyes y terminan siendo mendigos suena muy Shakespeare, pero lo mejor de Kipling es que te mete con cuchara las grandes verdades sin que te dés cuenta ni te moleste el sabor de la papilla.
Los ingleses tienen una palabra preciosísima, novella, para referirse a lo que ocupa más que un cuento largo y menos que una novela corta, nosotros no; El hombre que pudo reinar es una novella de ésas, no llega a las 40 páginas. Agarrad y leed. O al menos leed la primera frase: Hermano de un príncipe y amigo de un mendigo si demostrara ser digno. Quizá no os gusten las aventuras, quizá os repugne el atrevimiento y las historias que comienzan en un tren y terminan con ritos iniciáticos. No empecéis a leer entonces, compraros un Paul Auster.
El hombre que pudo reinar es aparentemente una historia festiva de dos canallas (la antítesis de Bouvard y Pecuchet; Lawrence de Arabia —otro inglés asimilado a la colonia— y Sherif Ali trasplantados a lo que fuera Persia, al territorio donde Alejandro empezó a declinar como jefe; Daniel Dravot que reina y Peachy Tagliaferro Carnehan que debió reinar) contada por un ex-canalla, otra historia sobre gente que vive al margen y allí brilla (me he dado cuenta de que sólo me gustan los libros que cuentan historias así, qué le vamos a hacer). Pero. Pero como siempre con Kipling hay muchas cosas escondidas y la vida además de frenesí es un misterio.
Conforme pasan las páginas se te estruja el alma y se te queda chiquita y empuñable y quieres abrazar a Peachy y pegarle a Carnehan y viajar a Afganistán. Luego te preguntas si no será todo una inmensa alegoría, páginas y páginas cargadas de mensajes secretos para los que sepan entender. Como épica ya vale, igual que Kim, pero si podéis trazar alquimias a la tercera lectura, mejor.
La primera cita que elegí quizá sea un poco larga, pero es una de las que más me gustan del libro y se refiere a algo que también es de lo que más me gusta del libro: nadie que no hubiera sido el que cuenta podría haber contado lo que cuenta como lo cuenta, nadie que no hubiera sabido mirar habría tenido esos mismos ojos para ver lo que ven (si hay algo que le sobra a Kipling, son ojos).
uando Kipling se encuentra a Carnehan y Dravot la primera vez es un vagabundo como ellos aunque no sea como ellos. Me refiero a que conoce the politics of Loaferdom that sees things from the underside where the lath and plaster is not smoothed off, sabe, anduvo en los vagones de tercera de los trenes y durmió sobre una estera en el suelo pero no es un pirata como los otros dos. La segunda vez que los ve es editor de un periódico en vez de desastrado corresponsal ambulante (por cierto, Kipling hace una de las descripciones más tranquilamente cínicas del periodismo de siempre jamás) y permite con divertimento y una leve preocupación que esos dos desastres humanos consulten sus mapas. A la tercera todos somos hermanos.
Leed el libro. O al menos ved la película aunque sea bastante diferente (John Houston y yo tenemos los mismos gustos literarios, se empeña en hacer película muchas de mis novelas favoritas). Y si os dan más ganas de Kipling, leed más libros suyos. Os aseguro que son mejores que la tele.
Por fuera del libro: Crítica de El hombre que pudo reinar
Rudyard Kipling publicó este cuento en 1888. Ese mismo año George Scott Robertson fue destinado al norte de Afganistán, donde conoció algunos kafirs y por eso en octubre de 1889 se internó en sus tierras, intrigadísimo, (por supuesto con el permiso firmado y sellado por el glorioso gobierno británico). Allí vivió más de un año a la intemperie racial y tomó notas que luego contó en un libro muy curioso y muy bonito que se publicó en 1896, el mismo año que el emir de Afganistán invadió Kafiristán, que significa tierra de infieles, le puso Nuristán, que significa tierra de luz, y para ser consecuente con el cambio de nombre obligó a todos los kafirs a convertirse al Islam y quemó sus famosos ídolos tallados, menos unos poquitos que se pueden ver en el Museo de Kabul y en el Musée de l’Homme en París.
Os recomiendo leer el libro de Scott Robertson, está escrito como sólo los exploradores ingleses que recorrían e investigaban territorios con esa mezcla de seriedad científica y exacerbado amor por sus monarcas podían escribir, a no ser que no seáis capaces de leer con ecuanimidad y sin escándalo literatura colonialista.
Y si vais a Pakistán, podéis ver a los últimos kafirs que ahora se llaman kalash que quedan, tan blancos y tan rubios como en el libro de Kipling.