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Los ríos profundos: José María Arguedas

Los ríos profundos: José María Arguedas 1

Si no habéis leído a José María Arguedas no quiero merendar con vosotros. Los ríos profundos está escrito en uno de los españoles más bonitos que he leído en años. El primer capítulo es una cosa tan bellísima como el sonido de la campana María Angola cuando todavía pensaban que era de oro.

Me dan ganas de aprender quechua para saber hasta dónde el español de Arguedas le debe su hermosura a la arquitectura y al revoque a su idioma primero, a la intensidad de su ternura doliente como él la llamaba, ese idioma que se habla donde las montañas son los dioses, donde el canto de los zumbayllus (me gusta que los llamen trompos, como aquí en mi tierra) al girar y bailar sobre el suelo transporta mensajes a distancias de leguas, donde los corazones como de criatura de los colonos sufren todo el tiempo y lloran como si fuera el Pachachaca corriente, donde los ríos eligen de parte de quién están y desafían a quien los cruza, donde los monstruos nacen heridos por los rayos de la luna, donde señoras gordas de ojos azules vestidas de rosado aparecen bajo los álamos y nos dejan dormir en su regazo para consolarnos.

Los ríos profundos: un libro lleno de canciones

Los ríos profundos está lleno de canciones, de huaynos y jarahuis. En todos los ratos del libro alguien entona una canción y de ahí nacen y se extraen todas las riquezas y todas las tristuras. Una vez, después de cinco semanas acumulando soledad depositada en un país de idioma extranjero, después de todos aquellos días que pasé sepultada en fonéticas extrañas, lo primero que escuché en español fue un vals limeño que tocaban en la plaza de la catedral dos peruanos que ni siquiera eran limeños (lo sé porque me hice amiga, ahí están sus palabras y sus firmas en un Boris Vian que llevaba yo en el bolso).

Por eso cuando Ernesto recuerda los huaynos de todos los 200 pueblos por los que ha ido pasando con su padre itinerante, cuando se acuerda de las letras en quechua de su infancia o de las regiones frías y tristes donde muelen metal o de las tierras tibias donde crece la caña le vienen al rescate, reconozco ese saliente en la roca lingüística, ese refugio musical en el escarpado de la extrañeza. Escucha al picaflor esmeralda que te sigue: te ha de hablar de mí; no seas cruel, escúchale. Así yo me agarré al valsecito que me recordaba a mi infancia. Y qué decir del carnaval que cantan las cholas que van a reclamar la sal robada por las calles es más estremecedor que la Marsellesa que organiza Victor Laszlo en Casablanca.

El internado del jovencito Törless al lado del internado de Abancay donde a Ernesto lo deja su padre es una sala de neonatos llorones. No os contaré de sus maldades porque las podéis leer, sólo diré que Ernesto consigue hacernos distinguir perfectamente quiénes son los buenos y quiénes son los malos sin señalar con el dedito.
Hay una edición de bolsillo de Los ríos profundos, el número 835 de Alianza, que podéis encontrar baratísima antes de que alguna editorial chic lo reedite y empiecen a venderla a precio sushi.

Por fuera del libro:

José María Arguedas se suicidó pegándose un tiro en los cuartos de baño de su facultad. No entró en el boom porque se tiró de los pelos con Cortázar. Se fue quedando fuera igual que se quedó fuera de todas las cosas desde que nació (su madrastra, quien no lo quería, lo hizo vivir y crecer en la cocina con los criados) por suerte para nosotros y para desgracia suya.

Deberíais leer El zorro de arriba y el zorro de abajo antes de que yo os lo destripe aquí y, si podéis, sus cuentos.