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Celia en la revolución. Elena Fortún

celia en la revolución

Qué difícil es hablar de ciertos libritos acampados en tu sentimentalidad, sobre todo cuando te gustan tanto como a mí me gusta Celia en la revolución.

Que, por cierto, decir Celia en la revolución es casi como decir Sissi Emperatriz en las barricadas, una burrada tremenda, porque Celia es una niña traviesa pero es una niña bien de la calle Serrano, crecida entre encajes y sedas, institutrices inglesas y criadas castellanas, hasta que le estalla la guerra civil en la cara.

celia en la revolución

Y a pesar de sus privilegios de clase (a sus dos hermanas pequeñas se las lleva el ama pueblerina, su hermano está interno en un colegio muy chic de Londres, su tía Julia —con todos los defectos y virtudes de esa España de Felipe II— le arregla una casita en Chamartín con muebles de caoba y palosanto, encuentra a una muchacha de nombre Guadalupe que le hace las faenas de la casa y quien la llama señorita aunque compartan el hambre), la guerra es la guerra (toda la crueldad y la solidaridad se pueden leer en Celia en la revolución, Elena Fortún sabe muy bien retratar tipos y comportamientos de una sola plumada.)

Al abuelo de Celia lo fusilan los fascistas por darle armas al pueblo (Pero… ¿qué chanfainas de Historia os enseñan en esos Institutos de cuerno? ¿Es que te figuras que el pueblo da armas a sus soldados para que opinen, y quiten gobiernos, y pongan reyes y ametrallen al mismo pueblo?) y el padre de Celia resulta herido porque se va a la sierra con la escopeta de caza de su sobrino, una escopeta de caza que todo lo que cazó fue para colgarlo encima de la chimenea, nunca para alimentarse. Y aquí está el nudo que me desacomoda de Celia en la revolución: al mismo tiempo que me dejan perpleja las cosas de niña rica que se le ocurren a Celia, me causan ternura y horror intelectual. 

Hay cierta ingenuidad en esta gente con dinero viejo que decide adoptar posturas ideológicas cercana a los desahuciados que resulta casi cruel y bastante incomprensible a esos mismos desahuciados; primero porque esas posturas descansan en un paternalismo protector hacia las clases bajas que apesta un pelín a superioridad y que a Elena Fortún le supura a pesar de sus loables posicionamientos políticos; segundo porque nunca van acompañadas del abandono de las costumbres acomodadas, como tener servicio a su servicio o preocuparse de comprar flores para el aparador y guantes de cabritilla en medio de un bombardeo, o atraversarse hambrienta todo un Madrid destrozado y lleno de fusilados para hacerse ondas en el pelo, gestos que lejos de espantarme me conmueven de Celia Gálvez de Montalbán.

Leer a Elena Fortún es como entrar en un planeta lejano que ya murió pero donde las calles llevaban el mismo nombre que llevan ahora, en una España que entonces era moderna y que a estas alturas ya incluso dejó de ajarse y volverse amarilla al fondo de los cajones perfumados con ramitos de romero y lavanda, porque ya nadie guarda nada al fondo de los cajones de la ropa blanca, sobre todo porque ya no existe la ropa blanca, una España donde se compraba carbón para alimentar los braseros, donde se comían garbanzos y habichuelas y las colchas eran de ganchillo y en todas las casas había un huevo de madera para zurcir las medias y la valía se medía más por el orden social que por la valía en sí (muestra: Materialmente y espiritualmente es un gran señor, pero el ambiente social en que ha nacido no le ha proporcionado los medios de elevarse), una España tan dividida y tan llena de sorderas mutuas como la de ahora.

Qué bonito habla la Fortún de los olores de la madrugada, del humo de la leña de jara, de las hierbas recalentadas por el sol, de un abrigo nuevo o del corte de un vestido, y cómo imita como nadie el habla popular y de los niños y de las criadas, unas veces esclavas devotas de la familia a la que sirven y otra fieras de presa que esperan su oportunidad de abalanzarse contra su patrona con todo su rencor y odio de clase (muestra: Los hombres se meten siempre en lo que no les importa en vez de ocuparse de su casa…  ¡No paece sino que ellos van a arreglar el mundo y se lo saben too…! A mí se me hace que toos los hombres juntos parlando de lo que no entienden, son los que arman las revoluciones… Las mujeres, unas mejor y otras peor, saben cómo arreglar su casa…  Si los hombres tienen que arreglar el mundo, ¿por qué no los enseñan?) Ah, y la tristeza de perder la guerra, el acomodamiento de los que estuvieron esperando que todo terminara para ejercer sus venganzas, los muertos apilados en las afueras.

A Encarnación Aragoneses de Urquijo, verdadero nombre patricio de Elena Fortún, la tengo metida en la misma bolsita bordada que a Carmen Martín Gaite, Carmen Kurtz, Asun Balzola (de quien son las ilustraciones, además, de la única edición existente de Celia en la revolución), autoras que van unidas para mí a la infancia y a cierto espíritu caduco de feminismo esperanzado y a universos caseros aún más caducos que esas ganas de luchar contra el rinconcito impuesto.

Más allá de la crítica

Elena Fortún tenía ya catorce años cuando empezó el siglo XX. Su padre era guardia real. Su marido se suicidió en Buenos Aires en 1948. Estos dos hechos masculinos que para una mujer de la época marcarían el principio y el fin de una vida, no definen a la Fortún, que formó parte de la generación de mujeres acomodadas y cultas que en los últimos años alfonsinos y durante los años de la República levantaran el Lyceum Club de Madrid, que, cómo no, fuera llamado el “club de las maridas” por sus detractores y que en los tiempos que corren tendría la misma vigencia. Los dos enlaces que os dejo están estupendamente bien documentados y escritos, así que leedlos y me ahorráis trabajo.

Hasta 1987 no se publicó Celia en la revolución, y luego, para regocijo de los desalmados libreros de viejo que venden los ejemplares sobrevivientes del libro a precio caviar, no se ha vuelto a editar. Le debo a mi hermano el escaneo del libro sacado de la biblioteca de mi pueblito. Si alguien lo quiere que me lo pida y se lo mando, porque no lo voy a colgar. Espero que Aguilar o Alianza (dueña actual del catálogo de Aguilar) lo vuelvan a publicar, con los dibujos espléndidos de Asun Balzola, para desesperación de los desalmados libreros de viejo.